Antes de tomarse unas vacaciones uno se pasa un tiempo soñándolas. Las paladea en una orgía onírica constante, imaginando las miles de tropelías gozosas que va a cometer o los miles de momentos de paz y relax que va a degustar. Luego el momento ocioso se hace acto y te pasas unos días exhibiendo tu liberación y abandonandote a tus más nimias apetencias. Pero siempre hay un día que se cuela con un extraño tufo de normalidad y con la apariencia de un día cualquiera. Es un día en el que sientes la primera vivencia de rutina. Luego algo pasa, una visita, un malestar, un dolor o una mala película y esa primera sensación de rutina se crece con la actualización de las miserias de la vida cotidiana. Se filtra alguna queja seguida de desesperanza y de repente tus fantasmas, tus horrores, esos de los que crees que te vas a librar en vacaciones, se instalan en el chiringuito firmemente adheridos a tu alegría.
Te das cuenta de que los fantasmas van en la maleta. Impávido te entregas a lo de siempre. Al rato dices, "no, no puede ser". Reflexionas y te das cuenta de que el día que consigas modificar tu contexto a tu gusto y lo adaptes a tu deseo no necesitarás vacaciones.
PD. Más prosaicamente convengamos que me he fastidiado la rodilla en una refriega veraniega y de ahí esta efímera disquisición.